sábado, 1 de diciembre de 2012

Días grises y columpios de madera.

¿Nunca te has despertado una mañana y has sentido como si el mundo fuera... gris? Como si estuvieras atrapada en el vaivén de un columpio de madera colgado de la rama de un árbol centenario, una rama quejumbrosa que quiere ceder y aún sostiene el zarandeo del columpio. Y no sabes ni cómo ni por qué, pero aún no te has caído al suelo.
No te asusta que el suelo esté embarrado porque lleva horas cayendo agua sin parar. No temes caerte. Te da miedo saber que la caída es inminente, pero que llegará cuando menos te lo esperes, cuando bajes la guardia...
Y no sólo no habrá nadie allí para evitar que te estrelles contra el suelo, sino que no habrá nadie para ayudarte a ponerte de pie después.
Prevés que el golpe hará que tu espalda se resienta y que el calambrazo de dolor recorrerá todo tu cuerpo. Que hará eco en cada una de tus articulaciones y que el frío, el barro y el agua te dejarán inmóvil en el suelo. Que no serán las lágrimas las que dibujen líneas negras de maquillaje en tus mejillas, que por fuera estarás entera, de una sola pieza. 
Sin embargo, también sabes que por dentro estarás totalmente hecha pedazos. Pedazos plagados de grietas y a punto de fragmentarse en trozos más pequeños, más afilados, más cortantes.
Más que el hecho de caerte, lo que te duele, lo que te hace daño, lo que te rompe es que no vaya a haber nadie que te ofrezca su mano para ponerte en pie. Si hay alguien, se reirá de ti por llevar horas columpiándote colgada de una rama que estaba claro que se iba a romper. Se mofará sin ni siquiera acercarse a preguntarte por qué lo hiciste, por qué confiaste en una rama que aunque fuera robusta no paraba de sonar. 
Lo que esa persona no sabe es que estuve ahí porque quise, porque quería saber hasta dónde podía llegar, porque me divertía... Pero que cuando la rama empezó a crujir no la escuché. Que la oí, la oí perfectamente, pero pensaba que no llegaría a romperse. Que me obcequé en creer que no pasaría nada, que me empeñé en que no tenía por qué bajarme porque la rama no se iba a romper y el columpio y yo no nos íbamos a caer al suelo.
Ahora me encuentro a medio camino entre una rama rota, un columpio descolgado y un charco de barro. Y tengo la sensación de que la lluvia me empuja hacia abajo, para que caiga con más fuerza, para que el golpe duela más, para que las secuelas sean mayores. Y no me importa. O sí.
No lo sé. No sé nada. Porque hoy es un día gris. Un día gris, vacío y helado. Un día en el que mis emociones han entrado en letargo y no quiero despertarlas. A veces no sentir nada ayuda, a veces ser de hielo es lo mejor, al menos durante un tiempo. ¿Qué pasará cuando el muro de hielo se derrumbe? Prefiero no pensarlo.

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