domingo, 30 de diciembre de 2012

Parémonos a pensar por un instante.



Tras haber sobrevivido al fin del mundo pronosticado por los mayas, ahora llega el momento de decir que se nos acaba el 2012. ¿Le oís agonizar? Yo prefiero acallar sus quejidos con un poco de música, no me apetece oírle.

 Sonata número once, para piano, de Mozart. 

Echemos la vista atrás y recordemos este año. Hay gente que se ha ido, y gente que ha venido. Algunos sólo de pasada, otros parece que con la intención de quedarse. 

Aunque los novatos superen en número a los que cerraron la puerta tras de sí, duele reconocer que son éstos últimos los que más han marcado el dos mil doce. Mi dos mil doce, el vuestro no lo creo. O tal vez sí, corregidme si me equivoco.

El 2011 se llevó consigo a alguien, pero antes de cerrar el local me trajo a una persona que me sacara de allí. No fue dejar a mi pareja de baile en un rincón de la pista mientras yo bailaba con otro, no. Yo abandoné la fiesta, aquello era demasiado para mí. No pedí que nadie se quedara dentro, ni que nadie saliera a por mí. Sin embargo un caballero me ofreció su abrigo para guarecerme del frío. (¡Y menos mal! Aquí el invierno es un infierno de hielo... Creo que nos envidian en la Antártida.)

El caso es que este galán me protegió del frío hasta que llegó la primavera. Podría hablar de él como un tímido rayo de Sol, ya que ayudó a que el frío no devorase mi nariz y mis mejillas. No lo cambió todo, pero sí muchas cosas. Me hizo ver que la felicidad no se encuentra en el fondo de una botella de amor, y que no hay que bebérsela de un trago para llegar a ella. Gracias a él, aprendí que ser feliz no es más que disfrutar de cada leve sorbo de ese licor. Disfrutar y saborear cada trago, porque cada uno es diferente y te enseña nuevos matices de lo que te estás bebiendo.

Y el galán vino acompañado, sí. De una golondrina que me dio el empujoncito de ser mejor cada día. Y a pesar de lo que pueda parecer después de ciertos altibajos, seguiré dejando la ventada de mi cuarto abierta para cuando quiera volver. Y para que el viento haga tintinear unos delfines colgados frente a la ventana.

También a finales del año pasado y a principios de este, llegaron a mi vida unas personas que no se merecen otra definición sino la de "maravillosos". Gracias por aparecer sin avisar, por mostrarme que el mundo es menos malo de cómo nos lo presentan y de que en cualquier lugar, incluso en el pupitre de al lado o en el de detrás, hay gente que hace que estemos menos solos. 

Siguiente pieza: Requiem, de Mozart también.

Y además ha aparecido gente fantástica, pero no en las mesas de al lado, sino a un trayecto en bus y unos minutos andando. En un bar, cada fin de semana, se han ganado un pedacito de mí. Me gusta pensar que yo me he ganado algo de ellos. Y si no, bueno... Creo que podría conquistarles con unas jarras de cerveza y unos futbolines con música heavy de fondo, seguro que no falla.

No podría olvidarme jamás de esas personas que llevan ya cerca de cuatro años conmigo. Ellos lo cambiaron todo entonces, y lo siguen haciendo todo mejor cada día. O menos malo. Nunca faltan. Nunca. A pesar de los más y de los menos, sobre todo de los menos, pero nunca faltan. Cualquier agradecimiento se quedaría pequeño, pero no puedo omitir un "Gracias".

En mi dos mil doce se ha colado gente de fuera, tanto del sur como del norte. Y espero que sigan escarbando en la superficie de mi corazón y logren instalarse dentro para siempre, no les pondré ningún impedimento.

Queda esa gente que dudó de mí, esos que no me concedieron el beneficio de la duda, esos que juzgaron sin saber y que me creen culpable de algo que yo no hice. No voy a detenerme en indirectas ni palabras puntillosas para ellos. Siempre he dicho la verdad, no gano absolutamente nada con una mentira, excepto la fama de mentirosa. Y creo que soy bastante más inteligente de lo que pensáis, porque no quiero arrastrar una etiqueta que les corresponde a otros.

Suena ahora el concierto para mandolina, de Antonio Vivaldi.

Supongo que, como de costumbre, me dejaré a alguien. Bueno... Espero que sepan que no lo hago a posta. Todos los que han formado parte de mi dos mil doce, saben de sobra quiénes son. No necesito hacer una lista de nombres, ellos lo saben, yo lo sé. Ellos conocen el motivo de por qué son importantes de una manera u otra, y yo también.

Gracias por haber seguido conmigo otro año más, por haberos incorporado y por hacer el esfuerzo de quedaros. Sé que soy una persona complicada y difícil de soportar y entender a veces, pero vosotros lo hacéis, o al menos os empeñáis en intentarlo. Gracias, y nos vemos -espero- al año que viene. Y al siguiente. Y al que viene después. Y así hasta que vosotros queráis estar conmigo.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Cuéntame tus sueños e intentaré hacerlos realidad.

        A veces las cosas dan un giro de ciento ochenta grados y cambian. Quizás lo único que cambia es la perspectiva, pero lo que importa es la persona que te venda los ojos, cambia tu posición, retira la venda y te ofrece una nueva visión del mundo. 
        El mundo se ve menos malo con la compañía adecuada. O eso parece. No puedo quejarme de esta forma de verlo. 

miércoles, 19 de diciembre de 2012

La nostalgia y sus derivados.

    Se nos acaba el otoño. Los árboles prácticamente han mudado todas sus hojas y no son más que esqueletos de ramas. 
    El frío acecha escondido en alguna parte. No sé dónde, pero tampoco me importa. Tal vez el mundo se nos acabe antes de que empiece a refrescar de verdad. 
    ¿Celebraremos la Navidad, Noche Vieja, la noche de Reyes? Puede que sí, puede que no. No me importa lo más mínimo. Sólo quiero dormir, igual que los osos durante el invierno. Tal vez así deje de echarle tanto de menos.
    El otoño es bohemio. Bohemio y cansino. Me encanta, he de admitirlo, pero es repetitivo. Todos los días se ven igual de grises, igual de nublados. El cielo todos los días amenaza con descargar litros de agua, y a veces cumple la amenaza y otras no. Es como si jugara con nosotros, como si intentara hacerse el gracioso para que no nos aburramos tanto. Para que no nos quedemos  sentados en casa, mirando por la ventana y esperando a que deje de llover. Esperando, y esperando.Sin nada que hacer... Porque mamá no te deja encender el ordenador ni la televisión, por la tormenta. Y ya te has leído todos los libros de tus estanterías, no te gusta dibujar, a tu guitarra le falta una cuerda. Es como si una nube de sopor te cogiera en brazos y te meciera para que te adormilases hasta cerrar los párpados del todo. Pero hay algo, parecido al constante tictac de un reloj, que no te deja caer dormido del todo.

    Joder, es que no sabes lo duro que es esta mierda de esperar un día tras otro, esperando a que vuelvas, o a que me dejes volver. 
    Te echo de menos. Cada día. Cada hora. Recuerdo un montón de anécdotas y me las cuento a mí misma con la esperanza de que vuelvas, de que yo pueda volver. 
    Fui yo la que lo complicó todo. Fui yo. Sólo yo. La culpa es mía. Sólo mía. Y no puedo hacer nada más que esperar. Y esperar. Y esperar. Y esperar. ¿Y cuánto llevamos así? ¿Dos meses?... ¿Sólo uno? Pensaba que había sido más tiempo... Esto es realmente desesperanzador. Quiero dormirme, tengo sueño. Quiero dejar de pensar en todo esto, pero no puedo bajar la guardia. En cuanto lo hago pasa algo.
    Vuelve, por favor. Dejadme volver. Lo necesito. De verdad que sí. Pero soy una cobarde, no tengo las agallas suficientes para entregarte esta carta en mano, o para hacerte más fácil que la leas. Soy rematadamente imbécil. Necesito que vuelvas, que todo esto se acabe y que las cosas vuelvan a ser como antes. Como antes de que yo las complicara. 
Sé que puedo hacerlo, pero necesito que me permitas llevar a cabo mi propósito. Necesito que me lo permitáis.
No podemos cambiar el pasado, pero podemos soltarlo para agarrarnos al futuro.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Insensibilidad

De esto que tus días están sumidos en una neblina que descarga llovizna sobre tus párpados. Y esas microscópicas gotas, terriblemente frías, entumecen tu piel. Y esta se enrojece, la sangre lucha porque la temperatura no disminuya...
Pero cuando llevas un buen rato expuesto a la bruma, al frío, a la ausencia de Sol, apenas notas el frío, ni el calor... Sólo son vagas imágenes, recuerdos lejanos. 
Empiezas a temblar, tanto que te castañetean los dientes. Y el hielo se apodera de tu cuerpo. Pierdes la noción del tiempo, no sabes cuánto llevas ahí sentada, a la intemperie, sin nada que te sirva de abrigo. 
No habrá nada que te saque de ese entumecimiento. Nada, salvo un buen fuego encendido en un cuarto acogedor, un butacón y una manta junto a la chimenea y una bebida caliente. Y poco a poco volverás a ser capaz de sentir algo que no sea frío... y miedo.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Días grises y columpios de madera.

¿Nunca te has despertado una mañana y has sentido como si el mundo fuera... gris? Como si estuvieras atrapada en el vaivén de un columpio de madera colgado de la rama de un árbol centenario, una rama quejumbrosa que quiere ceder y aún sostiene el zarandeo del columpio. Y no sabes ni cómo ni por qué, pero aún no te has caído al suelo.
No te asusta que el suelo esté embarrado porque lleva horas cayendo agua sin parar. No temes caerte. Te da miedo saber que la caída es inminente, pero que llegará cuando menos te lo esperes, cuando bajes la guardia...
Y no sólo no habrá nadie allí para evitar que te estrelles contra el suelo, sino que no habrá nadie para ayudarte a ponerte de pie después.
Prevés que el golpe hará que tu espalda se resienta y que el calambrazo de dolor recorrerá todo tu cuerpo. Que hará eco en cada una de tus articulaciones y que el frío, el barro y el agua te dejarán inmóvil en el suelo. Que no serán las lágrimas las que dibujen líneas negras de maquillaje en tus mejillas, que por fuera estarás entera, de una sola pieza. 
Sin embargo, también sabes que por dentro estarás totalmente hecha pedazos. Pedazos plagados de grietas y a punto de fragmentarse en trozos más pequeños, más afilados, más cortantes.
Más que el hecho de caerte, lo que te duele, lo que te hace daño, lo que te rompe es que no vaya a haber nadie que te ofrezca su mano para ponerte en pie. Si hay alguien, se reirá de ti por llevar horas columpiándote colgada de una rama que estaba claro que se iba a romper. Se mofará sin ni siquiera acercarse a preguntarte por qué lo hiciste, por qué confiaste en una rama que aunque fuera robusta no paraba de sonar. 
Lo que esa persona no sabe es que estuve ahí porque quise, porque quería saber hasta dónde podía llegar, porque me divertía... Pero que cuando la rama empezó a crujir no la escuché. Que la oí, la oí perfectamente, pero pensaba que no llegaría a romperse. Que me obcequé en creer que no pasaría nada, que me empeñé en que no tenía por qué bajarme porque la rama no se iba a romper y el columpio y yo no nos íbamos a caer al suelo.
Ahora me encuentro a medio camino entre una rama rota, un columpio descolgado y un charco de barro. Y tengo la sensación de que la lluvia me empuja hacia abajo, para que caiga con más fuerza, para que el golpe duela más, para que las secuelas sean mayores. Y no me importa. O sí.
No lo sé. No sé nada. Porque hoy es un día gris. Un día gris, vacío y helado. Un día en el que mis emociones han entrado en letargo y no quiero despertarlas. A veces no sentir nada ayuda, a veces ser de hielo es lo mejor, al menos durante un tiempo. ¿Qué pasará cuando el muro de hielo se derrumbe? Prefiero no pensarlo.